Desembarcaron los
taínos por Valencia y dieron inicio a su operación de conquista. No les
fue fácil, necesitaron más de quinientos años pero ahí están, contra
viento y marea. Llegaron a través de 133 obras de arte rescatadas por
los arqueólogos de las profundidades adonde las habían sepultado el
genocidio y el desprecio. La casi totalidad de estas pertenece a la
Colección Arqueológica del Centro León, que organizó la exposición Tesoros del arte taíno, inaugurada en el Instituto Valenciano de Arte Moderno el pasado 24 de enero de 2012. Es fecha memorable.
Como lo es
también (al menos para quien escribe) que los invasores taínos tomaran
como uno de sus humildes timoneles a un caribeño cuyos cuatro abuelos
nacieron pobres en España y murieron en el Caribe sin regresar a su
tierra de origen. Eso soy. No pensé en el dato hasta que comenzó a
entrar un estupefacto río de visitantes en la sala de exposiciones
valenciana. Los había viejos y jóvenes; hombres y mujeres; escépticos y
entusiastas… Lo único en común para todos era la confesión de que,
cuando oyeron hablar de la exposición, se preguntaron: “¿Y quién rayo
son los taínos?”
Confieso que fui
yo el refuerzo menos importante de la expedición. Allí estaban a través
de sus creaciones algunos ilustres descendientes caribeños a quienes los
taínos dieron en mezcla sus genes culturales: fotógrafos como Wifredo
García; artistas como Paul Giudicelli; artesanos como los Hermanos
Guillén; científicos sociales como Marcio Veloz Maggiolo y Jorge Ulloa;
músicos como Juan Luis Guerra; y gente de la cultura popular cuyo nombre
nunca se sabe, pero que son imprescindibles para que a las cosas no les
falte la necesaria sandunga.
Con todo ese
poderío desequilibrante, los taínos produjeron una primera y esencial
sorpresa: quienes entraban a la sala esperando conocer sobre un pasado
más o menos distante se daban con que eran interpelados por su presente.
De asombro en asombro, terminaban por comprender que los tres conceptos
contenidos en el título de la exposición (tesoros, arte y taínos)
adquirían de pronto un retador matiz irónico que cuestionaba mucho de lo
que ellos habían pensado sobre sí mismos hasta ese momento.
Por ejemplo, los taínos dejaban
de ser un grupo de salvajes semidesnudos que alguna vez habitó las
Antillas y se convertían en un complejo de culturas basadas en la
diversidad. Seres humanos que habían encontrado formas sorprendentes
para intervenir el entorno en que se desenvolvían, lograr una producción
diversificada de bienes de consumo y extraer de la naturaleza los
principios que podían servirles para fomentar el equilibrio social. El arte en
ese caso no era la manifestación sublime y sublimada de un talento
individual, sino una forma de expresión colectiva capaz de consolidar al
grupo, mientras lograba como sin quererlo obras donde convivían lo útil
y lo bello, la tradición y la innovación, lo comunicativo y lo
expresivo, la representación y la abstracción. Y, para colmo, la palabra
tesoros no apuntaba a riquezas, materiales preciosos o cosas por el estilo.
Es decir,
aquellos aborígenes que la colonización europea borró de las islas
antillanas en apenas cincuenta años luego de 1492 no solo eran capaces
de asombrar por la imaginería, la delicadeza y la precisión con que
habían convertido objetos elaborados para el uso cotidiano en verdaderas
obras de arte. También venían a recordar que en el repertorio del ser
humano puede haber formas más nobles de comunicación con la naturaleza y
con las demás culturas.
Yo estuve allí y
doy testimonio de que Cristóbal Colón no pudo recibir a los demorados
visitantes. Lamentablemente está muerto. Pero tampoco importó mucho
porque este de los taínos es el descubrimiento del respeto y la
celebración del otro; la conquista de la comprensión frente a lo
distinto; la colonización de la sensibilidad y la ternura.
Con razón un
señor entrado en canas me dijo antes de abandonar la sala: “Si nuestros
hombres hubiesen entendido lo que esta exposición dice, otra habría sido
la historia y mucho mejor el mundo que nos hemos regalado”. Le acompañé
hasta la calle. Sentado en los peldaños de la salida, mi abuelo Claudio
descansaba su corpulencia apoyando ambos codos sobre sus rodillas y
respiraba de la forma afanosa que preludió su muerte en mayo de 1970.
Cuando pasé por su lado, dijo: “Bien hecho,muy bien hecho”, y me guiñó
sus ojos de gallego tierno.